En esos días ni el uno ni el otro pensaban en otra cosa: hasta dónde alcanzaría tanto amor para salvarlos, y en medio de aquella oscuridad calándoles el alma, deseaban que si había un último suspiro, fuera éste como un rayo de luz, directo al corazón, de aquel que tanto amaban.
A escasos metros de distancia, tanto un cuerpo como el otro se ovillaban dolorosos, separados por tabiques, por los gritos, los insultos, el cuerpo ensangrentado de sus pares, el rancio olor de los despojos y el miedo cobijado en la esperanza de saber, que tanto el uno como el otro, tenían lo que quedaba del amor como única bandera de aquella circunstancia.
Nadie supo a ciencia cierta cuántos días transcurrieron desde que ellos llegaron. Pero todos los testigos relatan con implacable precisión el alto grado de tamaña entereza. Salvo los asesinos, nadie supo cuál era el compromiso que en la causa tenían, tanto el uno como el otro.
Los sobrevivientes identifican a ellos con nombres y apellidos, pelos y señales, grado de dolor y hasta el último gesto con que se fueron apagando, tanto el uno como el otro. Nada más. Nada más.
Ellos murieron sin decir una palabra que viniese a delatarlos. Ambos pensaron que el silencio poderoso del amor era la causa. Creyeron que el mutismo de uno salvaría al otro. Creyeron en el último suspiro como un rayo de luz, mucho más que en las consignas.
En lo más íntimo de cada uno supieron que la traición siempre está al acecho.
Nadie supo. Nadie sabe que todo aquello que vino a ser nombrado como ejemplo en la conducta militante no fue otra cosa, sólo un acto pasional, tanto del uno como del otro, confundiendo, inevitablemente, la revolución con el amor.
[texto Patricio E. Torne]
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